miércoles, 12 de septiembre de 2012

El ciclo vital

En el Rey León (esa gran película de dibujos animados que ahora veo en repetidas ocasiones) se hace mucho hincapié en el concepto del ciclo vital.
Aunque la raza va evolucionando, aunque la libertad individual es fundamental, hay hechos y decisiones que guardan un vínculo con nuestro pasado personal o familiar.
Me cuesta reconocerlo, siempre me ha costado, pero no está de más recordar de dónde venimos para saber a dónde vamos.
Mi familia, por ejemplo, ha sido y es una fuente de enseñanza para mí. Mis padres viven sus principios como algo importante, y aunque ahora se escuchen teorías “estupendas” como el best-seller “Padre rico, Padre pobre”, yo rompo una lanza por otro tipo de teoría. La que nos dice que tener unos padres con valores es algo que también puede marcar muy positivamente tu vida.
Ahora que lo soy por partida doble, y que tengo que tomar algunas decisiones, junto con mi mujer, de ésas que se consideran fundamentales para el futuro de nuestras hijas, agradezco tener referentes claros en los que poder fijarme.
Si tuviéramos que movernos únicamente por los criterios aceptados socialmente, por las corrientes o las modas, las decisiones seguramente serían distintas. Cuando permites que los valores y los principios intervengan como criterios la cosa se complica un poco, pero, sinceramente, es mucho más reconfortante.

En estas últimas semanas, me ha sorprendido especialmente cómo deciden muchos padres el colegio al que llevar a sus hijos. Es curioso que nadie se autoproclame racista, y sin embargo el criterio “étnico” sea fundamental. Y yo preguntando por qué tal es el profesorado de cada centro, a qué instituto estarán asignados en el futuro, o los niveles de fracaso escolar.
Creo que me estoy quedando anticuado, lo de los valores es una cosa de una generación anterior. Está superado, igual que la existencia de Dios.

sábado, 14 de julio de 2012

Cualquiera de nosotros podría ser Javier

Javier fue mi compañero de mesa en el instituto un par de cursos. Compañero también de salidas en bicicleta, uno de mis amigos en los ratos libres, alguien muy cercano.
Poco tiempo después de comenzar los estudios en la universidad, recibí, como los demás, una llamada: Javier había tenido un accidente de coche.
Afloró rápidamente a mi memoria el coche de Javier. Ese del que tan orgulloso estaba, que me había enseñado hacía solo unas semanas, porque había logrado ganárselo con el sudor de su frente, trabajando en el negocio familiar. Ahora aquel coche era el verdugo de Javier.
Semanas más tarde, tras contemplar a diario a través de un cristal cómo Javier luchaba por despertar, el fatídico desenlace: Javier había dejado de vivir.
Recuerdo especialmente el dolor de sus padres, a quienes ahora que tengo dos hijas entiendo mejor que nunca. Tengo claro que habrían dado su vida sin dudarlo un instante por su hijo. Todos lo haríamos. Pero no es posible. Cada vida es única. Cada instante es único. Cada minuto puede ser el último, ¿cómo podemos permitirnos el desaprovecharlos?.

Yo podría ser Javier.
Cualquiera de nosotros podría ser Javier.
Todos nosotros seremos algún día Javier.

Sin embargo, la vida no se pierde en el instante en que pereces. Se pierde cuando no la  saboreas, cuando no la compartes, cuando no lo has dado todo en cada momento. Y, sobre todo, cuando no amas.